María Victoria López.-
Es curioso el aprendizaje que se hace en el mundo del ballet: “Si duele, si tira es porque lo estás haciendo bien”, te dice una profesora. Acto seguido puede indagar sobre cuántas uñas se te cayeron del pie y recomendarte el famoso baño de agua tibia con sal gruesa para las ampollas que debes reventar previamente con una aguja.
Cada vez que me ponía las puntas entonces tenía que vendarme los dedos y encintarme los juanetes, después ponerme la puntera de silicona para proteger infructuosamente un poco más los dedos y luego sí introducir el pie en la zapatilla de punta. Esto era la última parte de la clase igual. Antes se repetían otras escenas tanto en la entrada en calor, la barra o el centro. Es que el cuerpo tenía que estar al servicio de la danza y disponerse a eso. Muchas veces para estirar más el empeine, mientras estaba sentada una compañera me agarraba los dedos para forzar que toquen el suelo, algo que finalmente aunque puede entrenarse a mí nunca me ocurrió, no tengo un gran pie. Entrenar de a dos estaba bueno igual, porque siempre te empujaba un poco más de donde una estaba, especialmente en los estiramientos con las piernas abiertas a los costados, en 2da posición. Se te podían tirar encima de tu espalda así el torso llegaba al suelo. Eso sí me gustaba, despatarrarme como un pollo que lo están descuartizando, siempre respiraba y aguantaba cada vez un poco más. Es un dolor lindo, de sentir el cuerpo en sus más íntimas fibras, que se expande y amplia ocupando el espacio, está ahí, no te podés escapar, lo sentís y te entregás a eso.
Paradójicamente sintiendo más, cada vez sentís menos. Llega un momento de rendición y puede haber sangre, pus, una procesión interior pero vos seguís, como si nada pasara. “Estoy bailando, soy feliz” te grita la profesora y una ensaya además de pasos, una sonrisa maquiavélicamente dulce acorde a lo etéreo del rol que interpreta. Ojo, no hace falta estar haciendo de Odette en “El Lago de los Cisnes”. De hecho, siempre fui “cuerpo de baile”, el relleno digamos y aunque por mi metro 70 siempre fuera la última de la fila, tenía que estar incólume como “la primera bailarina”. A pesar de todo eso, una sigue. Insiste. Nunca sabré qué fuerza oculta maneja y mueve a los bailarines a repetir y ensayar un paso una y otra vez, con 40º, con -10º.
“Si pudiera decirlo, no lo bailaría” reza una famosa y trillada frase motivacional. Tengo la hipótesis que la danza más que conectarnos con el espíritu, nos conecta con la materia, con ser carne roja que se mueve rítmicamente por el espacio. La gente generalmente le huye a su cuerpo. Incluso en otras disciplinas artísticas, tanto el proceso como el resultado de la obra cuentan con un intermediario, un instrumento musical, un lienzo, pinceles, letras. La danza es cuerpo. Vos sos el medio y el fin. La danza es tu presencia y tu elemento. Físicamente te convertís en danza. Y duele, claro, como duele la vida. La danza prueba en definitiva que estás vivo.
Hace unos días tuve esta conversación:
-Es que yo dejé hace 5 años, me dijo Lisa una ex-bailarina devenida artista visual.
-Wow, respondí yo.
-Sí, fue duro al principio.
-Es que la gente no sabe lo que es, agregué.
-No, no saben.
Podríamos estar hablando de dejar alguna droga pero estábamos hablando de la danza.
– Te juro que te entiendo, seguí. Una nada más sabe lo que se siente y cuesta un montón soltar y dejar ir.
Otra vez, podríamos estar hablando de un duelo pero seguíamos con la danza. Cuando alguien confiesa que bailó y ya no lo hace más, la reacción de respuesta es como dar un pésame. Esa es la intensidad y polaridad de la danza, a todo o nada.
El equilibrio es para los giros, después entrega desenfrenada.

Festival Santa Fe Danza, 2021.